“Soy
capaz de tantas cosas y no se dan cuenta. O no quieren darse cuenta. O hacen
todo lo posible por no darse cuenta. Necedades. Dicen que la vida se puede
recorrer por dos caminos: el bueno y el malo. Yo no creo eso. Yo más bien creo
que son tres: el bueno, el malo y el que te dejan recorrer.”
Después de terminar de
leer “La conjura de los necios” (RBA, 1992) de John Kennedy Toole, no termino
de explicarme cómo no leí esta novela bastante antes, cómo la he dejado años y
años en una de las baldas de mi biblioteca, relegado a un momento que nunca
llegaba. No me explico su postergación siendo una obra extraordinaria,
divertida, desquiciada y desquiciante, desternillante y reflexiva como pocas. Nada
tiene que ver, por otro lado e incluso por su revelación anecdótica, que
empezara su lectura en la espera de una de las consultas externas del nuevo hospital
de Ronda, nada que ver de no ser por la idoneidad por hurgar y conseguir alguna
risotada, y si está escrita con pericia pues mejor, dada la gravedad de estos y
otros espacios cada vez más abundantes en nuestra sociedad. ¿Obra maestra? Por
supuesto. Empezando por el propio título, pues el autor utiliza la cita de un
clásico de la sátira, Jonathan Swift, la cual dice: “Cuando un verdadero genio
aparece en el mundo, lo reconoceréis por este signo: todos los necios se
conjuran contra él”. Y es que esta es una novela que bien vale un personaje, o un
personaje que bien vale esta excelente tragicomedia. Ignatius J. Reilly es el
personaje, y también la novela.
“Como
una perra en celo, parezco atraer a una camarilla de policías y oficiales de
sanidad. Algún día el mundo me apresará bajo algún pretexto ridículo.
Simplemente espero el día en que me lleven a alguna mazmorra con aire
acondicionado, y me dejen ahí, bajo las luces fluorescentes y el techo
insonorizado, para pagar el precio por despreciar todo lo que les es querido en
sus pequeños corazones de látex”
Ignatius J. Reilly ya es por
antonomasia uno de los personajes más célebres de la literatura. “Un tipo raro,
una especie de Oliver Hardy delirante, Don Quijote adiposo y santo Tomás de
Aquino perverso, fundidos en uno”, según define Walker Percy en el prólogo del
libro. Alguien que no va a dejar indiferente a nadie, sin duda, imagínenselo
viviendo con treinta años, alto y obeso, sin pegar un palo, con su viuda madre,
confusa, alcohólica, desesperada; alguien dotado de una inmensa cultura que
vierte en escribir la que considera la más importante obra que viera la historia
y la humanidad, aun conteniendo una devastadora denuncia de tintes medievales contra
la propia historia y la humanidad, “teología y geometría” asegura; alguien que
inspira animadversión y atracción, a quien se ama y se odia como una
polarización global de la historia, a la vez y por imposible que parezca, por
ser onanista, glotón, misógino, ególatra, cruel, mentiroso, prepotente, déspota,
sarcástico, desconfiado, vanidoso, crítico de Mark Twain y admirador de Boecio,
aprensivo, moralista reaccionario, esperpéntico, entrañable, irritante… Alguien:
Ignatius J. Reilly.
“Habría
que imponer un régimen de fuerza en este país para impedir que se destruya a sí
mismo. Los Estados Unidos necesitan teología y geometría, necesitan buen gusto
y decencia. Sospecho que estamos tambaleándonos al borde del abismo”
“Ignatius J. Reilly es un
ser inadaptado y anacrónico que sueña con que el modo de vida medieval, así
como su moral, reinen de nuevo en el mundo. Para ello, y con la intención de
ser escuchado en un mundo en el que es, en realidad, un incomprendido, rellena
de su puño y letra cientos de cuadernos en los que plasma su visión del mundo.
Mientras llena estos cuadernos, los va desperdigando por su habitación, con la
esperanza de ordenarlos algún día y así crear su ambiciosa obra maestra.
Mientras, la diosa Fortuna, en contra de su voluntad, lo sume en ese mundo
capitalista que él mismo tanto odia y se ve obligado a someterse a lo que él
considera una forma de esclavitud: el trabajo. Resignado, se compara a sí mismo
con Boecio (el cual aceptó sin queja su propia ejecución) y sale a buscar un
empleo. Su actividad laboral y vital es el hilo que une y da sentido a toda la
obra y lo que permite conocer a otros personajes, igual de estrambóticos y
entrañables que Ignatius.”
Escrita en su mayor parte
en tercera persona, con una ironía hilarante y demoledora, alterna diversas
escenas protagonizadas por tantos y estrafalarios actores que confluyen en una
sorprendente dirección que no conduce a nada; es decir, los hechos de unos afectan
de una manera u otra a los otros y para converger en un final adecuado y no
cerrado, donde es más importante el desarrollo del relato que su colofón.
Además, destacables son los fragmentos en los que su propio protagonista
principal, Ignatius, toma la primera persona para asombrarnos e indignarnos con
su llamémosle especial personalidad;
lo cual, a través de sus apuntes en unos
cuadernos “Gran Jefe” desperdigados por la cochambre de su dormitorio, notas
manuscritas para la que denomina su obra inmortal y visionaria, también aquellos
en forma de correspondencia entre Ignatius y Myrna Minkoff, una amiga de igual
manera “peculiar”, una relación amor/odio perturbada, completan y complementan
la historia y la definición de su arquitectura narrativa. La prosa de John
Kennedy Toole es genial. Dicho lo cual, sigue llamando la atención como esta novela,
escrita a principios de los años 60, fuese rechazada por algunas editoriales,
hasta que la madre del autor, en 1980, decidiese enviarla y rogarle al
mencionado editor Percy para que la tomara en consideración, y hacer cierta
justicia literaria a su hijo, suicidado en 1969 a los 32 años.
Percy quedó deslumbrado por una Literatura con mayúsculas. En 1981, a título
póstumo, John Kennedy Toole obtuvo el Premio Pulitzer. “La tragedia del libro
es la tragedia del autor”
“Sólo
me relaciono con mis iguales, pero como no tengo iguales no me relaciono con
nadie”
Risas, muchas. “La
Conjura De Los Necios” es un ejercicio literario disparatado, irónico y
desternillante, ácido e inteligentísimo. Tragicomedia, catalogué antes, pues
tras lo irracional, lo descolocado y jocoso de su relato, también rezuma un
amargor y tristeza indelebles. Entre las sonrisas de las anécdotas surgidas en
el trastornado periplo del protagonista por igual de desatinados empleos y
personajes, aparece la amargura, en ocasiones de un realismo despiadado, del desánimo
por la humanidad, por sus miserias y absurdos, resignaciones e incomprensiones.
Una dura crítica de una sociedad egoísta que menosprecia y aniquila a todo
cuanto sea diferente o a cuanto pueda remover sus sólidas y viejas estructuras.
Una crítica que hace reír, sí, pero también destila desesperación. Con ello, la
maestría del autor permite atrapar el interés del lector desde el principio
hasta el final, consiguiendo lo imposible al conjugar dramatismo y comedia, carcajada
y pena, por medio de unos inteligentes diálogos y reflexiones, de unos figurantes
enrevesados e idos, de la alterada y rota puesta en escena que posibilita la
irrupción de una ácida ironía y sátira a la clase media norteamericana, la que
encuentra la rueda de la diosa “Fortuna”, tan invocada por Ignatius J. Reilly,
alocadamente imparable e incierta. Tras los dos puntos, un ejemplo de esta brutal
crítica social y del derrumbe del conocido “sueño americano”:
“Siempre he sentido, en cierto modo, una
especie de afinidad con la gente de color, porque su situación es igual a la
mía: nos hallamos fuera del círculo de la sociedad norteamericana. Mi exilio es
voluntario, por supuesto. Es evidente, sin embargo, que muchos negros desean
convertirse en miembros activos de la clase media norteamericana. La verdad es
que no puedo entender por qué. He de admitir que este deseo suyo me lleva a
poner en entredicho sus juicios de valor. Pero si quieren integrarse a la
burguesía, no es asunto mío, en realidad. Pueden ratificar si quieren su propia
condenación. Yo, personalmente, protestaría con todas mis fuerzas si sospechase
que alguien intentaba auparme a la clase media. Lucharía contra el individuo
descarriado que intentase auparme, desde luego. La lucha tomaría la forma de
manifestaciones de protesta con los carteles y pancartas tradicionales, que, en
este caso, dirían: “Muera la clase media”, “Abajo la clase media”. No me
importaría tampoco lanzar uno o dos cócteles molotov. Además, evitaría
meticulosamente sentarme junto a miembros de la clase media en restaurantes y
en transportes públicos, manteniendo incólumes la honradez y la grandeza
intrínsecas de mi ser. Si un blanco de la clase media fuera lo bastante suicida
como para sentarse a mi lado, imagino que lo golpearía sonoramente en la cabeza
y en los hombros con una manaza, arrojando, con suma destreza, uno de mis
cócteles molotov a un autobús en marcha atiborrado de blancos de clase media
con la otra. Aunque el asedio durase un mes o un año, estoy seguro de que al
final me dejarían todos en paz, una vez evaluado el total de carnicería y de
destrucción de propiedad”
“La conjura de los necios”
es una obra maestra, tanto por su historia como por lo magistral de su escritura,
ciertamente por su universalidad, por su inolvidable y único personaje, e
incluso por su abrumadora sátira o pantomima sostenida entre sonrisas, contra
un mundo que cada vez más condena la risa, a lo diferente, y hace encerrar a
las personas en el egoísmo de su mismo y monótono dictado. Soy asimismo de la
opinión de que una segunda y una tercera lectura serán meritorias para valorar
lo extraordinario de la novela. Y a esto os animo, a leerla o a releerla.
“Me
niego a «mirar hacia arriba». El optimismo me da náuseas. Es perverso. La
posición propia del hombre en el universo, desde la Caída, ha sido la de la
miseria y el dolor”
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