Aquí estoy...

Como si fuese un discípulo de Borges, amo con derroche los atardeceres, los arrabales, algunos espejos de azogue interior, lo mítico y la desdicha. Me gustaría disfrutar ahora de la sencillez de la Belleza. Pero con sosiego. Aunque mis ojos, en un remedo de Terenci Moix, ya no puedan ver ese puro destello que me deslumbraba, aunque ya nada pueda devolver la hora del esplendor, acaso de lo mío que encuentro en mi Barrio, de la gloria mítica, no voy a afligirme, ni con la infelicidad, porque la belleza siempre perdura en el recuerdo.



martes, 21 de marzo de 2017

IMÁGENES CON LETRA: "Invierno 35"

“Abrí los ojos. Recordé el mensaje. Siempre. Solo me quedaba confiar, efectuarlo. “Siempre hay un momento en la infancia cuando la puerta se abre y deja entrar al futuro”. Incluso Graham Greene me daba ánimos. La mano de la niña pequeña, en el calor de la mía. “Vamos”. De nuevo en la muralla. Había atravesado la puerta, o esa metáfora de muerte y resurrección, de morir en mi yo adulto para renacer en el niño que una vez fui para, a pesar del hombre negro y maledicente, a pesar del peso de las rutinas, disfrutar al máximo de este día exclusivo de invierno, de nieves desacostumbradas y anhelos persistentes. Mi ánimo en este 19 de Enero, era incluso mayor al día de ayer, 20 de Marzo, cuando escribía este penúltimo relato a pocas horas del comienzo oficial de la primavera, hasta que mi ordenador decidió morir, o desfallecer con melodrama, para resucitar hoy, menos mal, porque podía haberlo hecho en verano y ya fuera de cualquier plazo. Entonces, decía, existía en el ambiente, gélido, níveo, un espíritu primaveral, de un “Invierno tardío”, como este poema de Antonio Colinas:

Este invierno mi ánimo
es como una primavera temprana,
es como un almendro florido
bajo la nieve.
Hay demasiado frío
esta tarde en el mundo.

Calidez, extraño, como mi mano acogiendo la de la niña al atravesar la puerta del presente hacia el ayer. La puerta, el vano eterno, el de la tiniebla palpitante. Una escalera pronunciada, umbría, de pétreos escalones invadidos por un musgo negro, seco, como los usos que terminan obscureciendo la visión de la realidad, de la fantasía, para afianzar la comodidad por lo superfluo, en lo consuetudinario, en lo entregado a cambio de resignación. Arriba, tras el hueco franco como un ojo que se abría tras milenios de letargo, un espejismo inevitable en la uniformidad del tiempo, se alzaba la geometría imponente de la iglesia del Espíritu Santo, con su escarcha matizada por una miel de primavera, de unos bronces luminosos de otoño. “Invierno 9”. La niña pequeña tarareaba la melodía, una música tan desesperadamente buscada por calles y patios, por memorias y epopeyas, que ahora me parecía no haberla codiciado y entonado a voluntad. Las notas extraordinarias de lo extraordinario, de mi yo sorprendente e íntegro, de las quimeras de esta cósmica nevada. Y es que

Si un día rompo a cantar,
todo cantará conmigo.

Esta mudez de los campos
se rasgará con mi grito.

Las nubes vagan sin prisa
desnudándome el camino.

¡Qué desolado horizonte
en este mes de los fríos!

Hay un revuelo de escarcha
sobre los jóvenes pinos.

No en vano, Susana March alcanzó mi pensamiento cuando nos paramos en el espacio abierto y constreñido a lo mítico y vulgar, a lo degradado y sublime: a un lado, la empalizada de lanzas de hierro, la roca de la atalaya con sus peldaños arrancados de la piedra y en la que se alza el templo bajo advocación del Espíritu Santo, una hiedra, curiosamente verde, trepaba por el contrafuerte de un ábside oculto, de una promesa arquitectónica indeterminada, luego el grosero muro levantado por la especulación urbanística, hurtado a la libre admiración de propios y extraños, y la otra y empinada escalinata en el acceso al corredor superior de la Muralla. “Esta es la escalera del dolor”, señaló la niña.

Miré la escalera. Miré la niña. Y suspiré. Esos suspiros que llevan en su exhalación una sentencia. Después me miré. Volví a suspirar, pero con mayor contento que incertidumbre, pues asumí mi rol adulto sin que la monotonía ensombreciera el concepto con su insulsa e impasible grisura. Era consciente de mis responsabilidades, de mis obligaciones, de mis compromisos y de mi realidad colectiva, de todo cuanto me hacía ser un hombre maduro al hecho o según marcaran los cánones que fueran; pero ahora, y en aquellos momentos en los que una inidentificable morriña me hacía recuperar una naturaleza existida, y perdida, esta identificación anulaba a aquella; es decir, la que concedía una importancia abismal al diario y, en cambio, menospreciaba los sueños al rayar el alba, la creatividad postrada a la función, al teatro de lo corriente y monocromo. No importaba al adulto, a mí y a quien sea, (piénselo, con consciencia), a los años, a los hábitos, posibilidad ni capacidad de innovar la vida, no la que los demás, por conciliábulo consensuado, instauraban, sino la propia, la exigencia lírica de reinventarse cuando la nostalgia invocaba hacerlo; ya que una vez traspasado su telón, la tramoya, una vez atravesada la puerta de la Muralla, me miraba al espejo con afán de reconocerme y, además, ¡por qué no!, admirarme, asombrarme y hasta reírme de mí mismo. Ser uno con todo, encontrar y completarme con la belleza que está ahí, que nunca se fue, y la única capaz de fundir las naturalezas singulares con lo absoluto, con el universo.

Y en esto, acaso durante esos segundos fui más consciente de ello que en un infinito de esperas, me empeñé con esta saga de postales de invierno y acorde con su extraordinaria nevada, me exigí a recuperar los valores de la infancia, su instrucción, su capricho, a recuperar aquel niño, su ilusión, su imaginación, sus ansias, aquel que quiso y fue feliz. Pero esto ya lo sabía. Y lo escribo. ¿Entonces qué?

Brumoso el ideal, la carne inerte...
En este invierno -macho de la muerte-.

La niña insistió en la escalera, en su mensaje, o en su símbolo, en que la subiera; ella primero, detrás yo, el esfuerzo de su ascensión, dificultosa, sin baranda, sin apoyaderos, encaramada. Sufrimiento. Dolor. Felicidad. La felicidad de la niñez. ¿La felicidad era sufrimiento, era dolor? Sí, y también espontaneidad, inocencia, curiosidad, alegría, honestidad, … Un peldaño, después subí otro… el ascenso que tenía que ser como un juego, como un juego para disfrutar, para olvidar. Un peldaño, a continuación otro…

“¡Hoy esta noche dormirás desnuda
mientras se mueren de hambre los poetas!”

De acuerdo: la felicidad requería del dolor, no era solo este, para reconocerla, o apreciarla, sin ninguna duda. La pequeña se volvió en el último peldaño y sonrió a mi abstracción. “Vas por buen camino”, pareció decirme, “más bien ascenso”, le respondí con un mohín de esfuerzo, sudor, las manos apoyadas en las rodillas cada vez que las piernas, los pies, pisaban el siguiente coto y meta de la subida. La iglesia, claro. Esta iglesia, señalé, en ejemplo de cómo era necesario conocer la oscuridad para entrever la luz, la luz que no se quiere ver, u oír de esos silencios ruidosos, también. Yo, tú, él…, todos estamos acostumbrados y acostumbramos a nuestros hijos, a los amigos, a los demás y cercanos, más cuanto mayor sea la afinidad, o la empatía, a la voluntad del mínimo esfuerzo, a un engañoso y preventivo bienestar que menosprecia cualquier y nimio esfuerzo para asumir, precisamente, su cualidad, la cualidad de la felicidad. Y ahora nos resulta casi imposible responder, actuar, a cómo se hacía para recuperar esa manera básica, cómo se hacía para innovar, para crear los estímulos que permitirían disfrutar de la vida, cómo emprender búsquedas de la Belleza sin esperar nada más que la satisfacción y a cambio el propio encuentro. Comprendernos, no protegernos, del mismo modo tenía que significar superarnos, ir más allá; y tal parecía indicarme, o vaciarse en toda esta serie de postales de invierno, de música de la infancia, y de deseos de disfrutar sin prejuicios y frenos en la nieve, más importante la búsqueda que el final, la consecución del término que fuese. Tanto que la pequeña, para incentivarme más, supuse, me removió de la siguiente manera: ¿Cuál es la diferencia entre ser feliz y estar feliz?

Se cuentan casos extraordinarios
de los que el frío flageló siniestro;

Unas horas atrás, muy convencido estaba, me hubiera resultado improbable responder a la interrogación, responderla con algo que no fuese un mero concepto o insinuación; no obstante, en los instantes de subida penosa por los peldaños congelados, resbaladizos, peligrosos, pude o podía intentarlo. Y me decía que el ente humano, en ser feliz, no se hallaría de manera constante, invariablemente, no estaba en su naturaleza acaparar sensaciones o emociones o pautas anímicas universales o absolutas; es decir: ser feliz era imposible, estar feliz, en cambio, posible y entrañaba la necesidad vital más sincera: a mayores momentos felices mayor será la energía, las fuerzas para afrontar las contrariedades, para subir esta escalinata, para sentir los valores fundamentales de la existencia. La nevisca. Recreo. Los intervalos satisfechos. Allí me encontraba, y con ganas.

“Tú me enseñaste, me enseñas todo cuanto ahora te muestro a ti. Y no es agradecimiento, ni reciprocidad, sino felicidad” Observé la nieve y me pareció, ante estas palabras, ante la inocente presencia de la niña que, una vez terminó de hablar sin voz ni acuerdo, iniciaba la marcha por la pasarela elevada de la muralla, como una arcilla blanca y húmeda, fría, en la que si quisiera podría modelar, ahí mismo, en ese espacio rectangular y reservado, al frente de la puerta metálica y negra atrancada por los siglos de los siglos a los jardines usurpados y privativos, crear un muñeco de nieve, a ella, o a mí en ella, como una alegoría de la educación de mis hijas, de la responsabilidad por inculcar una serie de bienes fundamentales para su vida, para cuando crezcan y tengan que ser, tengan que ser humanos. Valores morales. Incluso, e igual para mí de importante, infundirles la exploración de la fantasía, de lo prodigioso, de la espiritualidad que reclamaba su atención y definición, sin desdén por cuanto se apartara de lo normal y consentido. Y todo porque de adulto somos, (soy), lo que aprendimos de niños. Y yo quise, quiero sembrar en mis hijas el asombro, la admiración, por la Belleza del mundo, por la suya intrínseca. La honestidad hacia los demás, pero en primer lugar hacia ellas mismas. La sinceridad, en todo momento. Solo así estarían alejadas del miedo. Y por esta búsqueda de invierno, yo, aspiraba recuperar los míos propios, los alientos y desgarros que fueron sembrados en mí de pequeño. En especial, con todo lo que definió mi realismo mágico.

con estos casos se hacen hoy los diarios.
¡Tal vez mañana se refiera al nuestro!

Vicente Rosales y Rosales afinaba sus últimas balizas versificadas con mis pensamientos, con mis emociones letradas. Con esa honestidad y sinceridad que consideraba fundamentales de inculcar en los niños para que, con el paso de los años, a raya el envejecimiento cada vez más prematuro, mantuvieran lejana la mentira; y las que les permitan ocultar, u obviar, insisto en su dimensión atroz, los miedos. Detrás de la pequeña, yo marchaba por el corredor superior de la muralla, con precaución, por el piso congelado y deslizante, la huera protección, desmembrada, por un peso inesperado que me provocaba cierto mareo todavía sostenible, cierto vértigo más por la hondura que atravesaba en mis adentros que por la altura del paso. La profundidad, cuando se ve la luz al final del camino, del vacío, el hacer pie en las aguas negras del océano, la pared en un errar a tientas por la noche, las dudas que se deshacen con una iluminación repentina… Solo era confianza, y sentir como los miedos salían de mí, aspaventados, valiente paradoja: primero los de la mente, los más ambiguos, los más cobardes; después los del corazón, los más fieros, los más sádicos. La niñez, o la aventura de ese niño que fui que no conocía la experiencia del miedo, puesto que la curiosidad, la imaginación, desvanecía con su relámpago las sombras, hasta las más impenetrables, menos la muerte. Había recuperado la seguridad, había despojado al reloj, al tiempo, de sus rígidas manecillas.

La seguridad que no era, que no debía conducir a una confianza ciega, a una desprotección incauta, ante el desencanto que surgiría en un momento de debilidad, adolorido y apabullante en los momentos más seguros. La niña, al hilo de mi reflexión, giró la cabeza hacia mí, tras subir los tres peldaños del pasaje que llevaban a otro tramo, y habló sin palabras, con su mirada a penas descubierta desde la enormidad de sus ojos ocultos por el gorro de lana, la que recogía las otras honduras de los mundos atemporales del ensueño: “El hombre de negro está ahí, mirándote, pero sin poder interferir, carcomer tu voluntad libre de estos momentos, agazapado, esperando la primera oportunidad para recomponerse en esos escombros y para devolverte al cosmos plano de las rutinas” Seguí la dirección señalada por la pequeña, a las casas en ruinas que jalonaban el lugar hundido bajo la magnificencia del edificio sagrado, y por primera vez en este lance por unas postales de invierno, me sentí satisfecho de la calamidad, reí de la prisión de cascotes y cenizas desde la que el hombre de negro, maldito, no podía alcanzarme, no podía insuflarme su aguijada insidia. Me reía, me mofaba del protervo personaje, insultaba hasta la memoria reciente de su silueta angustiosa, incómoda… Hasta que la niña, con rictus serio, dijo no ya al hilo de mi reflexión, entonces ofensiva, sino con la aguja de la sabiduría, de la apostura, que perforaba mi seguridad arbitraria: “Me enseñaste el respeto, incluso para quienes no me respetan”

El respeto. Otro respeto. Ya no sonreía, ya no reía, bajé mi cabeza y, ofuscado, removí la nieve con un pie para arrojarla con un impulso al vacío. Era verdad. Para construir, para ser adultos responsables, desde niño había que suscitar la responsabilidad de las acciones, y no importaba que estas fuesen buenas o malas, daba igual, lo importante residía en ese compromiso, en la actitud ante los errores. Y yo, al sentirme seguro, en el mismo instante que me abandonó el miedo, en los preliminares de mi regreso a la infancia, fui desconsiderado al despreciar aquello que de la misma manera era una parte fundamental de mí. La oscuridad. El error. Las sombras. La insensatez. Alcé la cabeza y busqué en el escenario de ruinas, en el que ni la nieve otorgaba de un margen de entusiasmo, de delicadeza. Nada. Mejor. El hombre de negro siempre estaría ahí, allí, acá, allá… no podía bajar mi guardia, ni desfavorecer su poder, acechante, incómodo, aun con su recuerdo; con mantenerme alejado de su autoridad, de su influencia, llegaría a ser más feliz, a estar más feliz, a mitigar los malos momentos, los tedios, los que innegablemente continuarían aportando su cerrazón, la ceguera, en el reverso de la vida, el contrasentido para los que no quieren ver. El respeto. “Está ahí –remarcó la pequeña, dándome la espalda para continuar su marcha- y ahí permanecerá”

Por esta diatriba, no abrí mis oídos a la música de mi niñez, la que canturreaba la niña, la que una salmodia sugerente mecía el ambiente nevado, las piedras, las expectativas, el misterio y las ilusiones. La chiquilla se detuvo junto al segundo de los torreones, una reciente escala de metal ofendía el paso arriba, al espacio semicircular generoso de admiraciones y vahídos. Al llegar a su lado, me señaló con la manita enguatada la celda clausurada por una reja. Unas plantas verdes, amenas, ridículas, alardeaban su prodigio, su primavera, desde el encierro de este invierno mítico. La misma tiniebla sorprendía en contorsiones escalofriantes. “Ahora que ya la tienes –habló sin voz la niña- no la interpretas” “¿Qué?”, acerté a responder, anonadado, todavía, distraído. “La música que te creo y la que desaprendiste con los años” “Esta que cantas” “Esta que todo canta… ¿No oyes?” “Sí” La melodía se extendía por un eco sordo en el interior de la curvada celda, incluso advertía bocas cantarinas en las hojas de las matas, temblonas por la intensidad de los acordes. La música que no se tocaba, no se tañía con nada, con la que solo se sentía. La expresión absoluta de un sentimiento. “¿Qué sientes?”, inquirió la pequeña. Sus ojos, absortos, penetraban en los míos para esclavizarlos con su beldad. ¿Qué sentía?, me decía. Sentía identificación, sentía afinidad, sentía otros sinónimos de pertenencia, de querencia… Sentía amor. “El amor que te hará libre”. El amor.

El amor. Mas un amor blanco. El amor que cuanto más se ama, más crece, como una riada de buenos propósitos, como un alud de promesas cumplidas, de sentirme a gusto mientras reúno los contextos de lo cercano, el entramado de la existencia. Era un amor para olvidar, para perdonar, para alejarme de la miserabilidad, de la envidia, del rencor, de la negación, de los hábitos redundantes, circulares y homogéneos; pero era un amor que trascendía mi individualidad, mi singularidad, para integrarme en la esencia absoluta o acaso del universo. Un amor con el que amaba y me amaba en todo. Amor blanco. El amor inocente. El amor de una infancia sincera, sorprendida y amante de la curiosidad, de la imaginación que construía hasta el más inverosímil escenario donde recrear los sueños. El aliento para disfrutar del día nevado, ese calor, único, con el que no se derretía la escarcha, que la moldeaba en arquetipos fantásticos, en aventuras emocionantes. “Sube arriba, a la torre, y apoya tu emoción en su balaustre –encomendó la niña ya en lo alto-. Cierra los ojos. Y al abrirlos verás al niño que buscas, alguien o quien has sido tú en todo momento”

INVIERNO 35. Las Murallas. Plaza Pons Sorolla-Corralón de la Muralla. Barrio San Francisco. Ronda.


© F.J. Calvente.


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