“Abrí los ojos. Recordé el mensaje.
Siempre. Solo me quedaba confiar, efectuarlo. “Siempre hay un momento en la infancia cuando la puerta se abre y deja
entrar al futuro”. Incluso Graham Greene me daba ánimos. La mano de la niña
pequeña, en el calor de la mía. “Vamos”. De nuevo en la muralla. Había
atravesado la puerta, o esa metáfora de muerte y resurrección, de morir en mi
yo adulto para renacer en el niño que una vez fui para, a pesar del hombre
negro y maledicente, a pesar del peso de las rutinas, disfrutar al máximo de este
día exclusivo de invierno, de nieves desacostumbradas y anhelos persistentes. Mi
ánimo en este 19 de Enero, era incluso mayor al día de ayer, 20 de Marzo,
cuando escribía este penúltimo relato a pocas horas del comienzo oficial de la
primavera, hasta que mi ordenador decidió morir, o desfallecer con melodrama,
para resucitar hoy, menos mal, porque podía haberlo hecho en verano y ya fuera
de cualquier plazo. Entonces, decía, existía en el ambiente, gélido, níveo, un
espíritu primaveral, de un “Invierno tardío”, como este poema de Antonio
Colinas:
“Este invierno mi ánimo
es
como una primavera temprana,
es
como un almendro florido
bajo
la nieve.
Hay
demasiado frío
esta
tarde en el mundo.”
Calidez, extraño, como mi mano acogiendo
la de la niña al atravesar la puerta del presente hacia el ayer. La puerta, el
vano eterno, el de la tiniebla palpitante. Una escalera pronunciada, umbría, de
pétreos escalones invadidos por un musgo negro, seco, como los usos que
terminan obscureciendo la visión de la realidad, de la fantasía, para afianzar
la comodidad por lo superfluo, en lo consuetudinario, en lo entregado a cambio
de resignación. Arriba, tras el hueco franco como un ojo que se abría tras
milenios de letargo, un espejismo inevitable en la uniformidad del tiempo, se
alzaba la geometría imponente de la iglesia del Espíritu Santo, con su escarcha
matizada por una miel de primavera, de unos bronces luminosos de otoño.
“Invierno 9”. La niña pequeña tarareaba la melodía, una música tan
desesperadamente buscada por calles y patios, por memorias y epopeyas, que
ahora me parecía no haberla codiciado y entonado a voluntad. Las notas
extraordinarias de lo extraordinario, de mi yo sorprendente e íntegro, de las
quimeras de esta cósmica nevada. Y es que
“Si un día rompo a cantar,
todo
cantará conmigo.
Esta
mudez de los campos
se
rasgará con mi grito.
Las
nubes vagan sin prisa
desnudándome
el camino.
¡Qué
desolado horizonte
en
este mes de los fríos!
Hay
un revuelo de escarcha
sobre
los jóvenes pinos.”
No en vano, Susana March alcanzó mi
pensamiento cuando nos paramos en el espacio abierto y constreñido a lo mítico
y vulgar, a lo degradado y sublime: a un lado, la empalizada de lanzas de
hierro, la roca de la atalaya con sus peldaños arrancados de la piedra y en la
que se alza el templo bajo advocación del Espíritu Santo, una hiedra,
curiosamente verde, trepaba por el contrafuerte de un ábside oculto, de una
promesa arquitectónica indeterminada, luego el grosero muro levantado por la
especulación urbanística, hurtado a la libre admiración de propios y extraños, y
la otra y empinada escalinata en el acceso al corredor superior de la Muralla.
“Esta es la escalera del dolor”, señaló la niña.
Miré la escalera. Miré la niña. Y
suspiré. Esos suspiros que llevan en su exhalación una sentencia. Después me
miré. Volví a suspirar, pero con mayor contento que incertidumbre, pues asumí
mi rol adulto sin que la monotonía ensombreciera el concepto con su insulsa e
impasible grisura. Era consciente de mis responsabilidades, de mis
obligaciones, de mis compromisos y de mi realidad colectiva, de todo cuanto me
hacía ser un hombre maduro al hecho o según marcaran los cánones que fueran;
pero ahora, y en aquellos momentos en los que una inidentificable morriña me
hacía recuperar una naturaleza existida, y perdida, esta identificación anulaba
a aquella; es decir, la que concedía una importancia abismal al diario y, en
cambio, menospreciaba los sueños al rayar el alba, la creatividad postrada a la
función, al teatro de lo corriente y monocromo. No importaba al adulto, a mí y
a quien sea, (piénselo, con consciencia), a los años, a los hábitos,
posibilidad ni capacidad de innovar la vida, no la que los demás, por
conciliábulo consensuado, instauraban, sino la propia, la exigencia lírica de
reinventarse cuando la nostalgia invocaba hacerlo; ya que una vez traspasado su
telón, la tramoya, una vez atravesada la puerta de la Muralla, me miraba al
espejo con afán de reconocerme y, además, ¡por qué no!, admirarme, asombrarme y
hasta reírme de mí mismo. Ser uno con todo, encontrar y completarme con la
belleza que está ahí, que nunca se fue, y la única capaz de fundir las
naturalezas singulares con lo absoluto, con el universo.
Y en esto, acaso durante esos segundos
fui más consciente de ello que en un infinito de esperas, me empeñé con esta
saga de postales de invierno y acorde con su extraordinaria nevada, me exigí a
recuperar los valores de la infancia, su instrucción, su capricho, a recuperar
aquel niño, su ilusión, su imaginación, sus ansias, aquel que quiso y fue
feliz. Pero esto ya lo sabía. Y lo escribo. ¿Entonces qué?
“Brumoso el ideal, la carne inerte...
En
este invierno -macho de la muerte-.”
La niña insistió en la escalera, en
su mensaje, o en su símbolo, en que la subiera; ella primero, detrás yo, el
esfuerzo de su ascensión, dificultosa, sin baranda, sin apoyaderos, encaramada.
Sufrimiento. Dolor. Felicidad. La felicidad de la niñez. ¿La felicidad era
sufrimiento, era dolor? Sí, y también espontaneidad, inocencia, curiosidad,
alegría, honestidad, … Un peldaño, después subí otro… el ascenso que tenía que
ser como un juego, como un juego para disfrutar, para olvidar. Un peldaño, a
continuación otro…
“¡Hoy
esta noche dormirás desnuda
mientras
se mueren de hambre los poetas!”
De acuerdo: la felicidad requería
del dolor, no era solo este, para reconocerla, o apreciarla, sin ninguna duda.
La pequeña se volvió en el último peldaño y sonrió a mi abstracción. “Vas por
buen camino”, pareció decirme, “más bien ascenso”, le respondí con un mohín de
esfuerzo, sudor, las manos apoyadas en las rodillas cada vez que las piernas,
los pies, pisaban el siguiente coto y meta de la subida. La iglesia, claro. Esta
iglesia, señalé, en ejemplo de cómo era necesario conocer la oscuridad para
entrever la luz, la luz que no se quiere ver, u oír de esos silencios ruidosos,
también. Yo, tú, él…, todos estamos acostumbrados y acostumbramos a nuestros
hijos, a los amigos, a los demás y cercanos, más cuanto mayor sea la afinidad, o
la empatía, a la voluntad del mínimo esfuerzo, a un engañoso y preventivo bienestar
que menosprecia cualquier y nimio esfuerzo para asumir, precisamente, su
cualidad, la cualidad de la felicidad. Y ahora nos resulta casi imposible responder,
actuar, a cómo se hacía para recuperar esa manera básica, cómo se hacía para
innovar, para crear los estímulos que permitirían disfrutar de la vida, cómo
emprender búsquedas de la Belleza sin esperar nada más que la satisfacción y a
cambio el propio encuentro. Comprendernos, no protegernos, del mismo modo tenía
que significar superarnos, ir más allá; y tal parecía indicarme, o vaciarse en
toda esta serie de postales de invierno, de música de la infancia, y de deseos
de disfrutar sin prejuicios y frenos en la nieve, más importante la búsqueda
que el final, la consecución del término que fuese. Tanto que la pequeña, para
incentivarme más, supuse, me removió de la siguiente manera: ¿Cuál es la
diferencia entre ser feliz y estar feliz?
“Se cuentan casos extraordinarios
de
los que el frío flageló siniestro;”
Unas horas atrás, muy convencido
estaba, me hubiera resultado improbable responder a la interrogación,
responderla con algo que no fuese un mero concepto o insinuación; no obstante,
en los instantes de subida penosa por los peldaños congelados, resbaladizos,
peligrosos, pude o podía intentarlo. Y me decía que el ente humano, en ser
feliz, no se hallaría de manera constante, invariablemente, no estaba en su
naturaleza acaparar sensaciones o emociones o pautas anímicas universales o
absolutas; es decir: ser feliz era imposible, estar feliz, en cambio, posible y
entrañaba la necesidad vital más sincera: a mayores momentos felices mayor será
la energía, las fuerzas para afrontar las contrariedades, para subir esta
escalinata, para sentir los valores fundamentales de la existencia. La nevisca.
Recreo. Los intervalos satisfechos. Allí me encontraba, y con ganas.
“Tú me enseñaste, me enseñas todo cuanto
ahora te muestro a ti. Y no es agradecimiento, ni reciprocidad, sino felicidad”
Observé la nieve y me pareció, ante estas palabras, ante la inocente presencia
de la niña que, una vez terminó de hablar sin voz ni acuerdo, iniciaba la
marcha por la pasarela elevada de la muralla, como una arcilla blanca y húmeda,
fría, en la que si quisiera podría modelar, ahí mismo, en ese espacio
rectangular y reservado, al frente de la puerta metálica y negra atrancada por
los siglos de los siglos a los jardines usurpados y privativos, crear un muñeco
de nieve, a ella, o a mí en ella, como una alegoría de la educación de mis
hijas, de la responsabilidad por inculcar una serie de bienes fundamentales
para su vida, para cuando crezcan y tengan que ser, tengan que ser humanos. Valores
morales. Incluso, e igual para mí de importante, infundirles la exploración de
la fantasía, de lo prodigioso, de la espiritualidad que reclamaba su atención y
definición, sin desdén por cuanto se apartara de lo normal y consentido. Y todo
porque de adulto somos, (soy), lo que aprendimos de niños. Y yo quise, quiero
sembrar en mis hijas el asombro, la admiración, por la Belleza del mundo, por
la suya intrínseca. La honestidad hacia los demás, pero en primer lugar hacia
ellas mismas. La sinceridad, en todo momento. Solo así estarían alejadas del
miedo. Y por esta búsqueda de invierno, yo, aspiraba recuperar los míos
propios, los alientos y desgarros que fueron sembrados en mí de pequeño. En
especial, con todo lo que definió mi realismo mágico.
“con estos casos se hacen hoy los diarios.
¡Tal
vez mañana se refiera al nuestro!”
Vicente Rosales y Rosales afinaba
sus últimas balizas versificadas con mis pensamientos, con mis emociones
letradas. Con esa honestidad y sinceridad que consideraba fundamentales de inculcar
en los niños para que, con el paso de los años, a raya el envejecimiento cada
vez más prematuro, mantuvieran lejana la mentira; y las que les permitan ocultar,
u obviar, insisto en su dimensión atroz, los miedos. Detrás de la pequeña, yo
marchaba por el corredor superior de la muralla, con precaución, por el piso
congelado y deslizante, la huera protección, desmembrada, por un peso
inesperado que me provocaba cierto mareo todavía sostenible, cierto vértigo más
por la hondura que atravesaba en mis adentros que por la altura del paso. La
profundidad, cuando se ve la luz al final del camino, del vacío, el hacer pie
en las aguas negras del océano, la pared en un errar a tientas por la noche,
las dudas que se deshacen con una iluminación repentina… Solo era confianza, y
sentir como los miedos salían de mí, aspaventados, valiente paradoja: primero
los de la mente, los más ambiguos, los más cobardes; después los del corazón,
los más fieros, los más sádicos. La niñez, o la aventura de ese niño que fui
que no conocía la experiencia del miedo, puesto que la curiosidad, la
imaginación, desvanecía con su relámpago las sombras, hasta las más
impenetrables, menos la muerte. Había recuperado la seguridad, había despojado
al reloj, al tiempo, de sus rígidas manecillas.
La seguridad que no era, que no
debía conducir a una confianza ciega, a una desprotección incauta, ante el desencanto
que surgiría en un momento de debilidad, adolorido y apabullante en los
momentos más seguros. La niña, al hilo de mi reflexión, giró la cabeza hacia
mí, tras subir los tres peldaños del pasaje que llevaban a otro tramo, y habló
sin palabras, con su mirada a penas descubierta desde la enormidad de sus ojos ocultos
por el gorro de lana, la que recogía las otras honduras de los mundos atemporales
del ensueño: “El hombre de negro está ahí, mirándote, pero sin poder interferir,
carcomer tu voluntad libre de estos momentos, agazapado, esperando la primera
oportunidad para recomponerse en esos escombros y para devolverte al cosmos
plano de las rutinas” Seguí la dirección señalada por la pequeña, a las casas
en ruinas que jalonaban el lugar hundido bajo la magnificencia del edificio
sagrado, y por primera vez en este lance por unas postales de invierno, me
sentí satisfecho de la calamidad, reí de la prisión de cascotes y cenizas desde
la que el hombre de negro, maldito, no podía alcanzarme, no podía insuflarme su
aguijada insidia. Me reía, me mofaba del protervo personaje, insultaba hasta la
memoria reciente de su silueta angustiosa, incómoda… Hasta que la niña, con
rictus serio, dijo no ya al hilo de mi reflexión, entonces ofensiva, sino con
la aguja de la sabiduría, de la apostura, que perforaba mi seguridad
arbitraria: “Me enseñaste el respeto, incluso para quienes no me respetan”
El respeto. Otro respeto. Ya no
sonreía, ya no reía, bajé mi cabeza y, ofuscado, removí la nieve con un pie
para arrojarla con un impulso al vacío. Era verdad. Para construir, para ser
adultos responsables, desde niño había que suscitar la responsabilidad de las
acciones, y no importaba que estas fuesen buenas o malas, daba igual, lo
importante residía en ese compromiso, en la actitud ante los errores. Y yo, al
sentirme seguro, en el mismo instante que me abandonó el miedo, en los
preliminares de mi regreso a la infancia, fui desconsiderado al despreciar
aquello que de la misma manera era una parte fundamental de mí. La oscuridad.
El error. Las sombras. La insensatez. Alcé la cabeza y busqué en el escenario
de ruinas, en el que ni la nieve otorgaba de un margen de entusiasmo, de delicadeza.
Nada. Mejor. El hombre de negro siempre estaría ahí, allí, acá, allá… no podía
bajar mi guardia, ni desfavorecer su poder, acechante, incómodo, aun con su
recuerdo; con mantenerme alejado de su autoridad, de su influencia, llegaría a
ser más feliz, a estar más feliz, a mitigar los malos momentos, los tedios, los
que innegablemente continuarían aportando su cerrazón, la ceguera, en el
reverso de la vida, el contrasentido para los que no quieren ver. El respeto. “Está
ahí –remarcó la pequeña, dándome la espalda para continuar su marcha- y ahí
permanecerá”
Por esta diatriba, no abrí mis
oídos a la música de mi niñez, la que canturreaba la niña, la que una salmodia
sugerente mecía el ambiente nevado, las piedras, las expectativas, el misterio
y las ilusiones. La chiquilla se detuvo junto al segundo de los torreones, una
reciente escala de metal ofendía el paso arriba, al espacio semicircular
generoso de admiraciones y vahídos. Al llegar a su lado, me señaló con la manita
enguatada la celda clausurada por una reja. Unas plantas verdes, amenas, ridículas,
alardeaban su prodigio, su primavera, desde el encierro de este invierno mítico.
La misma tiniebla sorprendía en contorsiones escalofriantes. “Ahora que ya la
tienes –habló sin voz la niña- no la interpretas” “¿Qué?”, acerté a responder,
anonadado, todavía, distraído. “La música que te creo y la que desaprendiste
con los años” “Esta que cantas” “Esta que todo canta… ¿No oyes?” “Sí” La
melodía se extendía por un eco sordo en el interior de la curvada celda,
incluso advertía bocas cantarinas en las hojas de las matas, temblonas por la
intensidad de los acordes. La música que no se tocaba, no se tañía con nada,
con la que solo se sentía. La expresión absoluta de un sentimiento. “¿Qué
sientes?”, inquirió la pequeña. Sus ojos, absortos, penetraban en los míos para
esclavizarlos con su beldad. ¿Qué sentía?, me decía. Sentía identificación,
sentía afinidad, sentía otros sinónimos de pertenencia, de querencia… Sentía
amor. “El amor que te hará libre”. El amor.
El amor. Mas un amor blanco. El amor
que cuanto más se ama, más crece, como una riada de buenos propósitos, como un
alud de promesas cumplidas, de sentirme a gusto mientras reúno los contextos de
lo cercano, el entramado de la existencia. Era un amor para olvidar, para
perdonar, para alejarme de la miserabilidad, de la envidia, del rencor, de la
negación, de los hábitos redundantes, circulares y homogéneos; pero era un amor
que trascendía mi individualidad, mi singularidad, para integrarme en la
esencia absoluta o acaso del universo. Un amor con el que amaba y me amaba en
todo. Amor blanco. El amor inocente. El amor de una infancia sincera,
sorprendida y amante de la curiosidad, de la imaginación que construía hasta el
más inverosímil escenario donde recrear los sueños. El aliento para disfrutar
del día nevado, ese calor, único, con el que no se derretía la escarcha, que la
moldeaba en arquetipos fantásticos, en aventuras emocionantes. “Sube arriba, a
la torre, y apoya tu emoción en su balaustre –encomendó la niña ya en lo alto-.
Cierra los ojos. Y al abrirlos verás al niño que buscas, alguien o quien has
sido tú en todo momento”
INVIERNO 35. Las Murallas. Plaza
Pons Sorolla-Corralón de la Muralla. Barrio San Francisco. Ronda.
© F.J. Calvente.
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