Aquí estoy...

Como si fuese un discípulo de Borges, amo con derroche los atardeceres, los arrabales, algunos espejos de azogue interior, lo mítico y la desdicha. Me gustaría disfrutar ahora de la sencillez de la Belleza. Pero con sosiego. Aunque mis ojos, en un remedo de Terenci Moix, ya no puedan ver ese puro destello que me deslumbraba, aunque ya nada pueda devolver la hora del esplendor, acaso de lo mío que encuentro en mi Barrio, de la gloria mítica, no voy a afligirme, ni con la infelicidad, porque la belleza siempre perdura en el recuerdo.



martes, 14 de febrero de 2017

IMÁGENES CON LETRA: "Invierno 22"

“Cerré los ojos, porque inferí una armonía anterior a esta y a la que soslayé yo no sé ya por qué e indolente disposición, de algún menosprecio que vendría a confirmar la monotonía convincente del diario. Y aspiré recordarla, traerla y unirla a esta otra, eslabones de la cadena de la subsistencia, para continuar con mi búsqueda de una niñez desatendida. El encuentro con aquel otro muñeco de nieve que llenó de ficciones mi pasado” Muy cierto. Buscaba un acorde… no el sonido idéntico al que mi ambición sorprendió, adscrito a una música de mi infancia, en la risa de la niña que jugaba en el jardín de la Cuesta de Las Imágenes. No, otro acorde, que no era el segundo porque fue el primero, al que oí y no retuve y puesto que mi ánimo, aunque declarativa la nerviosidad por llenar cuanto antes el enorme vacío interior con las impresiones que allí concebiría, las que vería con los ojos del niño de ayer, con la imaginación de tantas fábulas en las que existí y que ahora, por esta nevada inesperada, por los fantásticos escenarios que me brindaba para recrear una vez más en ellos sus épicas aventuras, (de acuerdo que la ilusión o sus castillos en el aire no durarían mucho, tal vez hasta el día siguiente y cuando un curioso sol no fuera consciente de su poder de derretir las ficciones, la nieve de los espejismos hechos realidad), mi ánimo, escribía, rehuía de las improvisaciones y no se dejó sorprender por la aparición de la primera armonía y a la que luego, en este momento, buscaba desesperadamente. El arpegio de origen, éste, en la Alameda de San Francisco, al que le seguiría ese otro y siempre segundo y al que consideré único y socorrido en la escena anterior de Las Imágenes, y ambos con los mismos protagonistas: la niña pequeña y la adolescente.


…Recuerda, recuerda, recuerda… Mira la imagen. Interpreta…


La composición musical, advertido su umbral, exhibió la pauta incuestionable de tres acordes; y no sé por qué, pero estaba convencido que en la línea de unas canciones de rock y en las que incluso se mecía el compás de estas letras: “No fun” de The Stooges, o una recientemente escuchada de The National “Bloodbuzz Ohio”, y con todo requería a Bob Dylan y su “Mr. Tambourine Man”.


Los tres acordes que, en esta fotografía de mi recuerdo, reciente, minutos antes, en la Alameda, encarnaban las postreras lumbres de un tímido y joven otoño, en la metáfora de las hojas marchitas de ocasos sobre el albo piso; a lo mejor en la disposición de aquella conjetura que significó “una partitura para este final del otoño”, el blues de doce compases que resumiría más tarde, hoy, las tres medidas armónicas de este níveo día de invierno. La misma proporción en la que se mirarían, como un azogue de lo que jamás existió y en cambio devolvía su caprichosa naturaleza, estos versos de Federico García Lorca:


También sobre el alma nieva.
La nieve del alma tiene
copos de besos y escenas
que se hundieron en la sombra
o en la luz del que las piensa.

La nieve cae de las rosas,
pero la del alma queda,
y la garra de los años
hace un sudario con ellas.

¿Se deshelará la nieve
cuando la muerte nos lleva?
¿O después habrá otra nieve
y otras rosas más perfectas?
¿Será la paz con nosotros
como Cristo nos enseña?
¿O nunca será posible
la solución del problema?


Rosas en la nieve. Las dos niñas, que entonces invertían sus papeles a lo dispuesto por un futuro inmediato, a lo ya acontecido en el edén de Las Imágenes, correteaban por la Alameda, con ese aire grácil y despreocupado de los tiernos compromisos. La niña pequeña aparecía de espaldas, armada con un astro blanco en plena pérdida gravitacional y de inminente colisión con el universo adolescente sentado en la nieve. Ella. Sonriente, publicando su rostro o la solución de todos los problemas; o de mi problema y al que no quise ver, o entender, o detenerme en este, o acaso en ella. La joven, mártir de otro de esos húmedos y rígidos y gélidos encontronazos de escarcha, por su postura sedente y ajena a la niña, no advertía o disimulaba con agrado el divertido recrudecimiento de la amenaza blanca; tan seguro que ella misma se arrojó al crudo y dulce colchón inmaculado, a un firmamento nublado de cumulonimbus y en el paradigma de las mudanzas de los elementos de esta circunstancia fotográfica y letra-herida, lo cual resaltaba su quimera, sin esperar a un desequilibrio o titubeo incorregible en su ligero cuerpo y en un momento del juego, en un momento de la persecución de la niña pequeña y su hostigamiento y acierto con metrallas blancas de invierno. Ella. Su sonrisa franca, abierta, sin veladuras, enmarcada en un semblante esclarecido como una luna llena en las noches de verano, sin el derrame de la cascada de sueños de su cabellera que lo reservaría para los momentos de una armonía posterior y ya descrita con esa emoción de los hondos desgarros del alma con sus “copos de besos” en la “garra de los años”.


¿Por qué rememoro ahora, recuerdo con el recuerdo? ¿Por qué la desgana entonces de no detenerme e indagar en el fulgurante símbolo de la sonrisa de la adolescente, de las risas compartidas con la niña pequeña? ¿Por qué no parar, no exigirme revisar a las primeras punzadas de desasosiego, en esos momentos incómodas, de vacíos latosos, y no dolorosas como terminarían siendo y quizás por haber perdido el camino que conducía a un encuentro anhelado con la Belleza? ¿Por qué me dejé llevar por mi seguridad de adulto conformista y conformado de hábitos, cuando este mundo blanco e imprevisto, con sus asombrosos prodigios desplegados por doquier, solo podía admirarse y absorberse desde una reunión de realidad e ilusión, y de la que exclusivamente los niños, o el niño que una vez fui, consiguen y hoy yo persigo para obrar el milagro de su nostalgia? ¿Por qué no asumí el primero de los tres acordes de la melodía de mi niñez, esa luz presente y variada en los reflejos y en las promesas, obviada en ese instante pretérito, la que tendría que iluminar el futuro inmediato; sobre todo por su poder de deshacer la intriga de una sombra negra, de un individuo condenado en los claroscuros de este y de todos los inviernos, de la sombra negra modelada por las rutinas que no admitían la diferencia ni la expectativa de regocijarse de una duda, de la metáfora de vencer la muerte a través de su duda más blanca y fría? ¿Por qué…?


Un golpe de viento invernal, como “una ráfaga de invierno sin color para mostrar sin hojas para rasgar” de Kawai Chigetsu, llevó las rosas, las risas de las niñas por los callejones; en señales, como unas etéreas llamadas que no permitían contrarrestarse, ni excusarse, ni mucho menos contraponerse con algo que no fuera la indicación de la búsqueda del último acorde, el tercero. Las calles del Barrio, como otras líneas del pentagrama por su inspiración profética y cadencia melancólica. INVIERNO 22. Alameda San Francisco. Barrio San Francisco. Ronda.


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